jueves, 26 de junio de 2008

Jardín



Un hombre con gorra negra, cabello gris y chaqueta marrón pasea lentamente. A su derecha, un cerezo japonés y un ginkgo a su izquierda.

Continúa por el sendero de grava siena y se detiene ante un tocón reseco que recuerda que un árbol debería haber ocupado el lugar entre el cerezo japonés y el laurel portugués plantado unos cuantos pasos más allá.

Contempla el muñón vegetal durante un par de minutos y se sienta en el banco de hierro negro que está a su lado.

El hombre se quita la gorra y la coloca sobre su regazo como hacen los hombres mayores en los templos y en los funerales.

El guía nos dice que el señor Ivo Bajramovic estuvo al cargo del jardín botánico de Sarajevo durante treinta años, hasta que al final de la guerra se retiró sin que nadie sepa a ciencia cierta por qué.

El despojo astillado del cerezo mirobolano que contemplaba el anciano cabizbajo me cuenta en secreto la razón: la madera es carne sagrada.

Con la mirada, trato de hacer comprender al pensativo anciano que no era más que un tronco desgajado por un mortero, que cuando él llegó nada se podía hacer ya, que era invierno y que no quedaba nada más que quemar.

No importa cuál sea el verdadero nombre del hombre del banco; no importa que no conozca mi lengua y que yo no conozca la suya: el tronco amputado y ausente del cerezo me habla y esas inútiles palabras de consuelo incapaz de comprender ya se me están escapando de la boca.

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