martes, 20 de enero de 2009

Las pantuflas de Dorian Gray



Dorian Gray sestea en un sillón de terciopelo morado, con sus brazos apoyados en los de teca del asiento. El quimono de seda japonés se abre negligentemente y bajo él asoma un par de pantuflas de felpa. Su belleza envidiada duerme como él. El reposo de la pose, el descanso del dandy.

Dijeron que en sus aposentos se ocultaba un cuadro que encerraba un secreto inconfesable. He abierto todas las puertas, he levantado los cortinajes, he movido el biombo de cuero español, incluso he rebuscado en el armario: dentro, debajo y encima. Camisas, corbatas, chalecos, levitas, pantalones, guantes, sombreros, bastones... Ni rastro del lienzo cuya existencia tantos sospechan y otros tantos temen. Otra fábula nebulosa, otra niebla fabulosa creada para ocultar la triste transparencia de lo cotidiano.

Dorian no ha cedido su alma a ningún retrato con arcanas potencias. No hay ninguna imagen que cargue con el peso de sus pecados mientras su bello cuerpo se mantiene eternamente joven.

Pregunten al doctor Lanyon el motivo por el que su deliciosa figura permanece inmutable para los paseantes que se cruzan con él. Pregunten al reverendo Paisley por qué no hay alma alguna que corromper. Ni uno ni otro lo reconocerán, pero ambos lo saben, como lo sabe Dorian, como lo sé yo.

El pecado -si lo hay- no deja huellas; tampoco lo hace el bisturí. No hay otro secreto en la aparente belleza de Dorian Gray, y a pesar de ello, como pueden comprobar, duerme a pierna suelta su siesta de senescente burgués.

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