sábado, 11 de agosto de 2007

Cuando Homer Simpson despertó aquella mañana


Cuando Homer Simpson se despertó aquella mañana, tras un sueño agitado, tuvo dificultades para recordar qué hora era el día anterior... ¿las tres? No, fue antes. Las dos... sí, creo que sí, serían las dos.
Lo hizo poco después de que terminara esa peli semierótica de tetas y culos. Ya no quedaban cervezas. Si no, se hubiera quedado a ver los publirreportajes de aparatos de gimnasia hasta el final.

― Estoy panzudo —reflexionó en voz alta sobre su barriga gorda, peluda y amarillenta.
― Sí, Homer, lo que tú digas —contestó su esposa, que dormitaba al lado hasta que tales pensamientos torpemente transformados en palabras la sacaron de su somnolencia.
― Sigue, durmiendo, Molly. No hablaba contigo.
― No soy Molly, soy Marge. ¿No tendrás una amante, verdad? —bromeó Marge, con la cabeza hundida en la almohada.
― No, cariño, claro que no. —y la besó en el hombro.
― Está bien, Homer, dentro de un rato me levanto a hacerte el desayuno —musitó mientras su mente vagaba triste y mullidamente por la alameda sombría de su matrimonio.

Homer intentó incorporarse, mas sus voluminosas nalgas no le dejaron hacerlo. Entonces se le ocurrió rodar y caer de la cama al suelo. Caería de bruces pero supongo que otro golpe más no le importaba demasiado. Así no le dolerían las agujetas que tenía en los abdominales.

― Ahora recuerdo... Malditos programas de gimnasia. La música era muy divertida... pachín-pachín. No debería haber hecho todas aquellas flexiones. Los gorditos somos simpáticos —pensó Homer y lanzó una risotada.

La risa. Mandíbulas separadas, jejeje, y el olvido de todo lo que no encaje con ese picorcillo amable.

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