jueves, 7 de mayo de 2009

Era, era...

Aquel profesor de Filosofía era realmente extraño. Para explicar a Heráclito siempre nos decía "Era, era, era... Heráclito". Sí, aquel viejo cuento del río que pasa y nunca es el mismo, el eterno cambio y el eterno movimiento.

La verdad es que actualmente no me interesa demasiado la filosofía presocrática, pero ese pretérito imperfecto se acaba de convertir en una puerta abierta al recuerdo.

Era adolescente, era autodestructivo, era inquieto, era desgraciado.
Inevitable comparación con el "soy", con ese conjunto de prejuicios sobre uno mismo que forman una imagen tan errónea como la que se figura cualquier desconocido con quien nos cruzamos por la calle.
Soy más viejo, soy más equilibrado, soy más calmado.
¡Y un huevo! Tras esa silueta engañosa trazada con un pedazo de tiza sobre el asfalto minutos antes de una tormenta, surge el "estoy", el estado fugaz que llena el instante justo después del ayer y justo antes del mañana. Y ese estar cambia cada segundo, es inasible, se escapa entre los dedos como el agua del torrente.
Me miro en el espejo y me descubro hecho de agua que se va, lleno de peces que hablan francés, de algas que piensan algo, de cangrejos que nunca retroceden y de piedras que ruedan, ruedan, ruedan...
Entonces, de repente, dejo de contemplar mi reflejo porque ya no me interesa el segundo concreto en que la vista capte mi fluir. Me limitaré a correr corriente abajo y alzaré la vista hacia la fuente primigenia solamente los domingos por la tarde cuando no tenga nada mejor que hacer.

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