martes, 19 de mayo de 2009

Primaria



PRIMARIA
(Cuento inverosímilmente atroz y atrozmente inverosímil)

Era jueves por la tarde. Llovía. Tenía los zapatos mojados y la clase olía a colonia Nenuco, a pis, a caca y al vómito de Papillitas, como llamaba la profe a un chico con el estómago inestable cual isótopo radiactivo.


Me sentía triste y deseaba estar solo, y siempre que deseaba soledad me escondía en el rincón que existía entre los armarios y una pared. Estaba pensando en la pena que sentiría al saber que la abuelita se había muerto después de la terrible enfermedad que la estaba consumiendo, cuando de repente sentí una cálida sensación de humedad.

Pensé que eran lágrimas, mas erré. Era un chorrito de pis con que Tinito desahogaba su vejiga inadvertidamente —que no desapercibidamente, pues llevaba un poquito de serrín en las manitas para tapar el charquito—. Y el muy ladino me tiró el serrín sobre el pelo, justo donde habían caído sus líquidos sobrantes.

Entonces llegó corriendo la señorita y le dijo, muy seria y atropelladamente, que su actitud indolente y antisocial sería advertida a sus padres por ella misma, así como que se le retiraba la estrellita amarilla sonriente que había recibido como émulo de condecoración militar por haber derrotado al gigantesco niño de la clase de al lado con la sola ayuda de una bola de plastilina naranja.

A mí me dijo que había tenido bien merecido que me hicieran pipí encima, porque se me notaba a la legua que era un niño taciturno y sentimental, y que cosas como aquella me curtirían para la vida, ya que aún era muy pequeño para llenarme las manos de callos maduradores y en nuestro país no existía por aquel entonces ninguna guerra durante la que cubrirse las manos de la sangre ajena que me haría convertirme en un hombre.

Era muy listo de pequeñito, pero no tanto, así que no entendí nada y estaba asustado y extrañado, como si estuviera viendo aquellas películas de dibujos animados para aprender matemáticas que nos ponían por las tardes: la profesora debería haberme consolado en lugar de hacerme sentir culpable, o al menos eso creía yo. No tenía la experiencia que tengo ahora, tesoro inútil como diamantes en el desierto, y no reconocí la bilis en el hedor que manaba de su boca.

Mi actitud huraña había sido la gota que colmaba el orinal en que se había convertido la pobre señorita; ya no cabían más excrementos ajenos en su vida, todos la usaban de vertedero de sus miserias y ella no sabía defenderse; más bien al contrario: animaba a los demás a pisotearla con saña, sin duda porque creía que en eso consistía la bondad. Explotó y cubrió nuestros pequeños cuerpecillos con todo el protoabono que fermentaba dentro de sí.

Aunque lo peor fue la menos metafórica sangre que, mezclada con su hartazgo, decoró la clase. Aquella fue la única vez que tuvo razón en su vida: tal como había predicho, la sangre ajena nos hizo crecer; desde aquel día todos fuimos mayores, tan mayores que fuimos viejos, tan viejos que fuimos tristes. En mi caso, sólo un poquito más.

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